Friday, June 09, 2006

Gloria


Escribir no era fácil, ella lo sabía muy bien, pero también sabía que tenía facultades, que estaba capacitada para ello. Un día, un amigo suyo se lo había dicho al descubrir su genio en las notas que ella le dejaba en su casa cuando iba a visitarle y él no estaba. Pero no era fácil, era fascinante, un tronco hueco por el que colarse y descubrir un mundo infinito, único y múltiple, una experiencia maravillosa, pero difícil. A pesar de eso, ella se sentaba todos los días a escribir, una frase oída en una película acerca de una escritora la llevaba a la puerta de la inspiración pero ésta no siempre llegaba. Cuando no se sentía animosa frente al reto de escribir ese día o no, no se desanimaba, intentaba concentrarse o relajarse con otras cosas sabiendo que no sirve de nada exprimir el propio corazón en busca de palabras cuando éste no quiere hablar. Porque, eso sí, ella escribía con el corazón. No le daba vergüenza decirlo porque era lo que sentía. Ya siendo una niña lo había comprobado con aquel deseo de conocimiento de todo aquello hacia lo que sentía atraída y que la empujaba sin remedio a abandonarse en esa pausa sin tiempo, reconociendo y apreciando desde el corazón la música, los cromos, los cómics, el cine y, por supuesto, los libros. Los libros que devoraba a todas horas, libros para adultos aunque a ella nunca se le ocurrió pensar en eso. Eran libros que su madre, gran lectora, compraba. Eran novelas, pero también enciclopedias ilustradas, colecciones del mundo del saber. Historias, imágenes y personajes que se quedaban grabadas en el corazón para siempre, melodías animadas y musicadas.


Ya no devora libros, ni cromos. Ni sueña despierta a todas horas, sabe que ya no puede, ya no debe. La vida no se parece en nada a las novelas, ni a los cuentos de hadas, ni a las películas. Los sueños se rompen y la juventud se va. El resentimiento llega. Pero al resentimiento hay que eliminarlo, no dejarse zarandear por él ni por tantos sentimientos humanos. Los sentimientos humanos, se preguntaba Gloria, ¿había que aceptarlos, evitarlos, o era suficiente conocerlos? ¿todos o solo algunos? ¿los buenos y los malos, el amor y el odio?. Había que buscar amor y combatir el odio. ¿Por qué? ¿por qué hay que desterrar el odio?. El odio, pensaba Gloria, sólo es negativo cuando genera dolor, nunca cuando ayuda a defendernos. De todas maneras el amor también generaba dolor y mucho, muchísimo a veces. ¿De qué estaba hecho el ser humano? ¿Eran inseparables el sufrimiento y la vida? Su mente, no demasiado cultivada, tenía habilidad para asomarse a abismos de pensamiento que la sorprendían y hasta la intimidaban. Era buena pensadora, después de todo. Aunque pensar era un asunto delicado, un trabajo solitario casi imposible de compartir, incluso de comunicar, reflexiones siempre mal explicadas y peor entendidas. Se sentía sola, sí. Pero adoraba a sus amigos y los tenía cerca, muy cerca. Los necesitaba, y ellos a ella, aunque a veces confundía soledad con angustia; después de todo, ¿quién no está solo?, se consolaba Gloria.
Era un mundo extraño el que observaba y en el que vivía. Al final, ¿sería verdad que el cielo estaba vacío?
Y todo para reconocer al fin que no se le ocurría nada sobre qué escribir. Para llegar a esa situación de no inspiración daba antes mil vueltas a delirios mentales perdiendo la ocasión de aprovecharse de uno y empezar ahí a tirar del hilo, crear así algo escrito, no sólo un ensueño de duermevela.
La tarde prometía tormenta y oía a Patti Smith. Un ambiente idóneo, perfecto para encerrarse y escribir. Otro porro más y estaría preparada, inspirada y relajada, creativa.

Dos años después, más o menos-

Gloria estaba bloqueada, no sabía cómo empezar, realmente tampoco sabía bien qué escribir, sobre qué hablar, qué palabras usar. Bueno, alguna idea tenía, claro. De hecho se enfrentaba a un encargo, un amigo suyo fotógrafo le había pedido unos textos para acompañar sus fotografías que iban a ser publicadas por un editor alemán en un libro y seguramente en alguna revista de arte y posiblemente también en una exposición. El encargo de su amigo era muy concreto y le dejaba toda la libertad del mundo para su creación, desarrollo libre sobre unas líneas temáticas más o menos precisas: el autorretrato. Partiendo de ahí se podría aventurar por el significado de los espejos con su sugestiva y fecunda producción. El espejo recordaría a Narciso y su demoledora leyenda. Hasta Dorian Grey podría asomarse a este fresco que Gloria se afanaba por comenzar.
Pero ella no estaba segura de querer contar eso y mucho menos comenzar por ahí.
Por momentos se le ocurría un poema larguísimo a través de versos plásticos, evocadores, de inconfundible tono épico, casi como un cantar de gesta, faraónico, antiguo como la misma literatura.
Tampoco estaba muy segura de no querer tejer una especulación filosófica sobre la mirada propia dirigida a uno mismo, representada en una imagen que se quiere propia pero que permanece ajena, lejana, el ser y el estar.
Imposible aprehender la propia imagen, pensaba Gloria, imposible reconocerse. ¿Por qué?, se preguntaba. Una vez más su pensamiento la había llevado hasta uno de esos precipicios, le gustaba llamarlos así, del razonamiento. Era un punto en que las palabras se confunden con las ideas, el hilo del pensamiento se trenza sobre sí mismo, concluía Gloria.
Pensarse a uno mismo no es igual que verse a uno mismo. Las imágenes de los hombres superan la existencia de éstos. Enlazan con la muerte, había leído Gloria, reflejan la ausencia de lo que representan. Llegados a este punto cualquier hombre se ve representado en la imagen de cualquier otro hombre, esa imagen a la fuerza le hablará de sus carencias o posesiones, le dirá cuánto se parece a él o qué distinto es su ser. Se ve a través de otro, se ve a sí mismo viendo la imagen de otro, se ve a si mismo viendo a otro.
La imagen pertenece al observador.


Una semana después-


Gloria había vuelto a casa borracha y con el sexo presente. Repasó sus poemas, aquellos que no se atrevió a editar y los nuevos. Corrigió, puso comas, puntos y silencios.
Quería borrar las imágenes de esa noche. Bueno, más bien quería borrar las imágenes de la mayoría de las últimas noches, de los últimos años. Qué exagerada, pensaba Gloria. Tampoco es para tanto, se decía.
Tenía que reconocer una carencia presente en su corazón. Claro, así de fácil. A veces el refugio de la poesía era un lugar seguro, pero esta noche sentía algo más. Sí, la poesía era un lugar seguro, pero, al igual que el sexo, no le valía cualquiera.
Quería escribir, quería escribir versos, pero no cualquier verso, ni siquiera por un placer estético, plástico. No. Quería versos que rezumasen flujos, líquidos, Versos líquidos quizá.
Versos de vida.
De vida vivida.
De vida por vivir.

Una semana después

Gloria repasaba sus escritos y le parecían banales.
Era domingo y días atrás una recaída física y espiritual la había postrado en cama y la había dejado exhausta.
Sentía un vacío en su corazón. Era el “horror vacui” que tan acertadamente describía una amiga suya. Horror vacui, sí, pero Gloria no sabía qué significaba exactamente.
Era quizá una pérdida grande de energía, de esperanzas. O era acaso simplemente la angustia de vivir.
De cualquier manera era un sentimiento intenso y no estaba mal prestarle un poquito de atención, el suficiente como para reconocerlo y aceptarlo, pero nada más.
Gloria temía descubrir un sentimiento peor al horror vacui, temía encontrarse frente a la incapacidad de amar, de volver a amar. Querer enamorarse y descubrir que ya no se puede.


Meses después


Todo lo escrito la horrorizaba. Se sentía inmersa en su propio miedo, a resguardo de la conciencia, de su conciencia. Se sentía débil, cansada, dispersa. No podía leer. No quería leer. Tampoco quería escribir. Era la víctima de su propia estafa, pensaba con grandilocuencia.
Se sentía enferma, estaba enferma. Seguramente tenía fiebre.
Había empapado la cama de sudor y tuvo que taparse en pleno agosto cuando los escalofríos propios de la gripe le hicieron temblar desde los ojos hasta los pies.
Se tomó una pastilla y se sentó a escribir.
No estaba muy segura de que eso fuese lo que más le convenía a su alterado organismo, tan castigado por los excesos del verano, claro, cómo no iba a enfermar.
Y Gloria escribió.
¿Cuánto hacía que no se sentaba a escribir?
Gloria escribió. Arrebatada, las palabras nacían como nenúfares en su encharcada mente que por momentos se convertía en un lago sereno. Palabras, imágenes, sentidos, sentimientos, versos.
Tan fácil parecía, tan fácil era.
La madrugada se deslizó con suavidad y al amanecer se sentía ligera, liberada.
Una vez más comprobó la fuerza de algo que no se dejaba aprehender, la inspiración, una palabra que no le gustaba, ella prefería llamarla “necesidad”. La necesidad de escribir, la necesidad de sentir, descubrir, conocer, buscar, volar, dibujar, recrear.


Un mes después.-


Gloria detestaba el sentimentalismo a pesar de ser una sentimental.
Los cambios en su vida siempre llegaron por sorpresa, sin avisar.
Y sentía miedo, tenía miedo.
Una necesidad urgente de oxígeno y salud la colocaba en un escenario insospechado.
Dejar la ciudad.
Apenas tenía pulso en los momentos más bajos de su indecisión o se alteraba hasta la ansiedad cuando la excitación del viaje y el cambio le ayudaban a eliminar todos los temores.
Un año de cambios, dijo una amiga suya.
Sí, pensó Gloria atemorizada, un año de cambios.
Los años se habían deslizado veloces y en momentos de debilidad recreaba su vida como una sucesión de esfuerzos dispersos, sin ningún objetivo concreto sobre el que volcar alguna intención. Y siempre con la enfermiza creencia que lo bueno y lo malo llegaban sin buscarlos. Qué tontería, se sonreía Gloria. Estaba convencida, o al menos eso creía, de la responsabilidad de los hombres sobre su propio destino. ¿Pero no sería eso una tontería más de las muchas que articulaban esa pseudomística autocomplaciente tan presente en el caos contemporáneo? Sí, posiblemente, se afirmaba Gloria.
Sólo me queda el saber, oía en un cante flamenco.
El sueño va sobre el tiempo flotando como un velero, claro, otra cita más, y qué cita, qué altura.
La vida es lucha, no lo olvidemos, concluía Gloria. Es necesario saber eso y a partir de ahí es posible buscar o crear una existencia razonablemente feliz.
Gloria se consoló a sí misma, otra vez. Nadie mejor que uno mismo podía ahuyentar el miedo colgado del cuello como una cadena.
Decidió dejar de pensar sobre su dolor y actuar, ponerse en movimiento, liberar su mente de esa arena que la inmovilizaba.
Leer. Sí, ahí estaba la clave. Cuando la vida no se entiende sólo cabe una cosa, aprender. Era algo que Gloria había leído en alguno de esos libros de autopsicoanálisis que, tenía que reconocerlo, en ocasiones consultaba. Una ayuda más.
Gloria dejó la ciudad y se fue a la playa.
Cuatro meses después volvió.

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